El Castillo de la Pureza: Entre la realidad y la alegoría
- Martín Hernández Solano
- 1 may
- 2 Min. de lectura
El Castillo de la Pureza es una película basada en un caso real ocurrido en la Ciudad de México en los años 50, donde un hombre mantuvo a su familia encerrada durante más de una década bajo la creencia de protegerla de un mundo corrupto. Esta premisa permite abordar temas como la represión doméstica, el autoritarismo familiar y la violencia estructural.

La cinta resuena como un eco inquietante de noticias actuales sobre violencia intrafamiliar y control patriarcal. Ripstein convierte un caso de nota roja en una obra de denuncia simbólica, donde lo privado refleja lo político y lo social. El personaje del padre, interpretado por Claudio Brook, recuerda a figuras de poder obsesionadas con el control total, una metáfora que remite a los regímenes autoritarios que marcaron a Latinoamérica en el siglo XX. El film plantea una reflexión sobre los límites entre protección y represión, moralismo y abuso, y abre preguntas sobre el rol del Estado y la sociedad ante estos encierros invisibles.
Si algo es certero, es que el filme está saturado de signos. El encierro, la casa, el padre, el insecticida, los muros y el silencio no solo narran, sino que construyen un sistema simbólico cerrado. El hogar, que tradicionalmente se asocia con la seguridad, aquí se convierte en prisión. La domesticidad se pervierte: el trabajo de fabricar veneno para ratas funciona como metáfora del veneno simbólico que contamina la vida familiar. El padre es más que un personaje: es la representación de un discurso dominante que define qué es lo puro, lo corrupto y lo peligroso. En este universo cerrado, su palabra tiene valor de ley. En términos de Barthes, es un mito: una encarnación del poder patriarcal absoluto. El silencio de los hijos, su dificultad para hablar o expresar deseo, también es un signo: no hablan porque el lenguaje ha sido secuestrado por el poder. El control del discurso es parte del encierro.

Ripstein crea una atmósfera opresiva con una puesta en escena rigurosa. La cámara rara vez abandona el interior de la casa, y cuando lo hace, es solo para reforzar la sensación de clausura. El ritmo lento y repetitivo del montaje transmite la rutina sofocante de los personajes. La fotografía en blanco y negro, obra de Álex Phillips Jr., acentúa la austeridad y el encierro emocional. La iluminación dura proyecta sombras que evocan el cine expresionista, y transforman la casa en un espacio siniestro. La dirección de actores es contenida, casi teatral, lo que añade un aire de extrañamiento emocional. Los planos largos y la escasez de cortes refuerzan la sensación de inmovilidad, de tiempo suspendido. Todos los recursos formales están al servicio de una sola idea: transmitir la asfixia.
El Castillo de la Pureza es una película inquietante que articula una crítica feroz al poder patriarcal y al aislamiento como forma de control. Su origen en un caso real la hace aún más perturbadora. Ripstein no retrata únicamente una tragedia doméstica, sino que construye un universo cerrado donde el poder y el miedo se retroalimentan. La película sigue siendo relevante porque plantea preguntas fundamentales sobre la libertad, el lenguaje, la obediencia y la violencia legitimada. En su encierro, no solo están los personajes: también está el espectador, obligado a mirar una verdad incómoda.
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