Canoa o la violencia que nace del miedo
- Martín Hernández Solano
- 10 may
- 3 Min. de lectura
Canoa (1976), dirigida por Felipe Cazals y escrita por Tomás Pérez Turrent, es una de las películas más incisivas del cine mexicano. Inspirada en hechos reales ocurridos en 1968, retrata el linchamiento de cinco trabajadores universitarios en San Miguel Canoa, un pequeño pueblo de Puebla, a manos de campesinos incitados por un sacerdote local.
Lejos de limitarse a una narración ficcional, la cinta se estructura como una crónica semidocumental: inicia con un narrador que adopta el tono del reportaje periodístico, presenta testimonios, imágenes de archivo y datos duros que otorgan al relato un carácter de denuncia. Esta estrategia narrativa convierte a la película en una forma de contrainformación, en un ejercicio de memoria ante el silencio de los medios oficiales y la complicidad del Estado mexicano de aquellos años, marcado por la represión estudiantil, la censura y el autoritarismo institucional.

El estilo cinematográfico refuerza esta intención política. Cazals emplea una estética cruda, con cámara en mano, iluminación natural y planos cerrados que intensifican la atmósfera de encierro, vigilancia y hostilidad. La película nunca romantiza ni demoniza de forma simple: el sacerdote (interpretado con inquietante contención por Enrique Lucero) es mostrado como figura de poder que domina ideológica y emocionalmente a los habitantes, pero estos no son presentados como simples villanos, sino como individuos sometidos a una estructura de ignorancia, pobreza y adoctrinamiento.
La película despliega una serie de signos que remiten al México profundo: el pueblo cerrado, los rostros endurecidos por el trabajo y el miedo, los rezos, las campanas, el machete, el rumor como forma de verdad, el miedo al comunismo como espectro agitado desde el púlpito. El sacerdote representa la figura del poder que sustituye al Estado en los márgenes rurales del país; es un emisor ideológico que convierte el discurso religioso en discurso político. La palabra “comunista” funciona como significante vacío que justifica la violencia, como excusa para expulsar al otro, al diferente. El filme hace visible cómo la histeria colectiva se construye a partir del lenguaje: lo que se dice, lo que se oculta, lo que se teme.

Culturalmente, se denuncia la persistencia del autoritarismo y la violencia estructural en el México rural. Es también una crítica a la falta de comunicación entre el mundo urbano y el mundo indígena-campesino, que se miran con recelo mutuo y donde las diferencias de clase y educación se convierten en abismos. La llegada de los trabajadores universitarios a ese entorno cerrado activa todos los mecanismos de defensa de una comunidad que ha aprendido a sobrevivir desconfiando del exterior. La película señala con claridad que la violencia no nace del pueblo, sino de un sistema que siembra el miedo y lo canaliza hacia los cuerpos vulnerables. El horror no está en el monstruo, sino en la lógica que lo permite.
Más que una película sobre un crimen, Canoa es una radiografía de la ideología en acción.
Su potencia no radica solo en lo que cuenta, sino en cómo lo cuenta: como un espejo roto donde se reflejan las fracturas del país. No es casual que haya sido filmada en plena Guerra Sucia ni que su tono parezca el de una advertencia. Al día de hoy, continúa siendo una obra clave para entender los mecanismos del miedo político, la manipulación ideológica y el abandono estructural de las periferias mexicanas. Una película que no envejece, porque sus preguntas siguen vigentes.
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