Pier Paolo Pasolini: La maldición del artista
- Martín Hernández Solano
- 28 abr
- 3 Min. de lectura
Pier Paolo Pasolini vivió como escribió: con furia, con contradicción, con la convicción de que la belleza podía brotar de la ruina y la violencia. Poeta, cineasta, intelectual incómodo, su vida y su muerte forman un tejido simbólico imposible de separar de su obra. Analizarlo es enfrentar el abismo entre el pensamiento radical y una sociedad que castiga la disidencia, entre la búsqueda estética y la brutalidad del mundo real. Su asesinato en 1975 no solo cerró una de las voces más provocadoras del siglo XX: lo selló como mito, mártir y enigma.

Pasolini fue un comunista que criticó al Partido Comunista, un homosexual declarado en una Italia ultracatólica, un cineasta que narró el cuerpo y la carne con crudeza sacrílega. En su cine hay escoria, barro, sexo, violencia, pero también una poesía arcaica, casi bíblica, que retrata la decadencia del mundo moderno. Accattone, Mamma Roma, Teorema, Salò… en cada una de ellas, la redención y la destrucción caminan juntas. No hay belleza sin herida, parecía decir. No hay verdad sin confrontación.
Su muerte fue tan perturbadora como su obra. El 2 de noviembre de 1975 su cuerpo apareció en la playa de Ostia, golpeado y atropellado repetidamente. La versión oficial apuntó al asesinato por parte de un joven chapero, Pino Pelosi, pero las inconsistencias del caso dieron pie a otras hipótesis: una emboscada política, un crimen de Estado, una ejecución encubierta por su postura crítica contra el poder y sus declaraciones incómodas en el contexto de los "años de plomo" italianos. El propio Pasolini había escrito: “Sé los nombres. Sé los nombres de los responsables de lo que se llama golpe. Sé los nombres de los responsables del atentado de Milán, de los de Brescia, de Bologna...”.
Muchos de sus contemporáneos vieron en su asesinato un castigo ejemplar. Su vida, marcada por el exilio, la humillación pública, la persecución judicial y la censura, desembocó en una muerte que parecía escrita por él mismo. La violencia final se convierte así en una última obra, brutalmente coherente con su visión del mundo. Como si su cuerpo —tan central en sus películas, tan transgresor como símbolo— hubiera sido finalmente destruido por aquello que denunciaba: el odio social, el moralismo hipócrita, el miedo al otro.
En Salò o los 120 días de Sodoma, su última película, Pasolini llevó al cine una alegoría extrema del fascismo, la tortura y la degradación. Fue su testamento y su condena. En esa película, los cuerpos son objetos, los verdugos ríen, y la belleza visual convive con lo insoportable. Una obra maldita que parecía anticipar su final. No es casual que muchos la hayan leído como una profecía autocumplida.
Analizar a Pasolini no es solo revisar su filmografía o sus libros: es adentrarse en una experiencia total, donde la biografía, la política y el arte se funden sin piedad. Su vida fue un manifiesto vivido hasta las últimas consecuencias. Su muerte, una escena trágica que todavía interpela a Italia, al poder, a los intelectuales, a los marginados, al espectador que se atreve a mirar más allá de lo decoroso.
Pasolini dejó un legado lleno de preguntas. ¿Puede el arte ser redención en un mundo podrido? ¿Cuánto puede resistir un cuerpo contra la norma? ¿Qué ocurre cuando el lenguaje poético se enfrenta al poder real? Las respuestas, si existen, están hechas de la misma materia que su obra: belleza cruel, verdad insoportable.
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