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El encuadre como pensamiento

En cine, encuadrar no es solo mirar: es pensar. Cada encuadre es una toma de posición estética, ética y narrativa. Lo que se muestra, lo que se oculta, lo que se recorta o se deja fuera, configura una manera de contar que va más allá del diálogo o del montaje. En un buen encuadre no solo hay composición visual: hay sentido. La cámara no solo capta lo que sucede, sino que organiza el mundo. Lo interpreta.

En cine, encuadrar no es solo mirar: es pensar. Cada encuadre es una toma de posición estética, ética y narrativa. Lo que se muestra, lo que se oculta, lo que se recorta o se deja fuera, configura una manera de contar que va más allá del diálogo o del montaje. En un buen encuadre no solo hay composición visual: hay sentido. La cámara no solo capta lo que sucede, sino que organiza el mundo. Lo interpreta.


Desde una perspectiva semiótica, el encuadre es un acto de significación. Al decidir dónde colocar la cámara, a qué distancia y en qué ángulo, el cineasta no solo capta una imagen: construye un discurso. Un primer plano no solo acerca un rostro: revela intimidad, fragilidad, tensión. Un plano general no solo muestra un espacio: sitúa al personaje en una relación de poder o insignificancia frente al entorno.


Un buen encuadre, por tanto, no es el que “luce bien”, sino el que tiene sentido dentro de la lógica interna de la escena y de la película. Un encuadre efectivo es aquel que participa activamente en la narración. El que no solo muestra lo que pasa, sino cómo pasa y por qué importa.



En La conversación de Francis Ford Coppola, el protagonista escucha a otros pero se mantiene invisible, fragmentado por cristales, cercado por sombras y puertas entreabiertas. El encuadre transmite su paranoia. En El hijo de Saúl de László Nemes, la cámara se aferra al rostro del protagonista en Auschwitz, desenfocando la barbarie del fondo. El encuadre no evade: concentra. Niega el morbo para imponer la subjetividad del horror. En ambos casos, lo que se muestra y lo que no se muestra es lo que nos permite interpretar la escena más allá de lo obvio.


Lo que queda fuera del encuadre no es ausencia: es tensión. Lo no visto —lo que oímos pero no se muestra, lo que imaginamos que ocurre a la derecha de un plano fijo— puede ser incluso más poderoso que lo que se nos da a ver. En películas como Funny Games de Michael Haneke o The Blair Witch Project, el fuera de campo se convierte en generador de angustia. El encuadre deja de ser un límite técnico para transformarse en una herramienta emocional. El horror no está en lo que se muestra, sino en lo que se evita mostrar.


Todo encuadre encierra una postura. ¿La cámara está con el personaje o lo espía? ¿Es objetiva o subjetiva? ¿Se coloca al nivel de los ojos o lo domina desde arriba? En Roma de Alfonso Cuarón, los planos largos y centrados convierten las escenas domésticas en actos casi rituales. En Dogville de Lars von Trier, la ausencia de escenografía reemplazada por un dibujo en el suelo es una decisión de encuadre conceptual: obliga a mirar la brutalidad sin distracciones. El encuadre, aquí, se vuelve ideología.


Un buen encuadre no depende solo de la tecnología, la lente o la precisión del operador de cámara. Depende de una visión. Es una herramienta que el director y el director de fotografía usan para escribir con la imagen. Por eso, dos películas con igual presupuesto pueden tener niveles opuestos de expresividad visual. No se trata de lucir planos “bonitos”, sino de construir escenas donde la imagen diga lo que las palabras no pueden.

En el cine contemporáneo, donde abunda la edición frenética y la sobrecarga de estímulos, el buen encuadre resiste. Obliga a mirar, a detenerse, a leer la imagen como un texto. Cuando está bien pensado, el encuadre nos dice algo que no podríamos saber de otra manera.


Ver cine es también ver cómo se ve. Y ahí es donde el encuadre deja de ser solo una herramienta técnica para revelarse como lo que realmente es: una forma de pensamiento.

 
 
 

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